Callejeamos Córdoba sin rumbo, envueltos en recuerdos, sensaciones y símbolos para descubrir que esta es la escapada perfecta en otoño.
Basta un paseo por Córdoba en otoño al más puro estilo del flâneur francés, con toda la mística y el hedonismo posibles, para entender que el patio cordobés es algo así como un estado de ánimo que va más allá del puro goce estético.
Un espacio concebido para que no desees estar en ningún otro lugar en el mundo. Un limbo oral, aromático ¡y fresco! donde acallar la sed de contemplación del espíritu y enchufarle su dosis diaria de belleza.
El patio viene a ser como el templo zen andaluz que el poeta clásico cordobés José de Miguel describiría en su poema Donde Córdoba es patio: “Donde la cal es rito milenario, donde el sol es crisol enardecido, donde la sombra es apacible nido, donde el sosiego guarda un santuario…”.
Será este soneto, con el que se recuerda su figura sobre un azulejo en el patio del Frontón del Real Círculo de la Amistad, el que recitaremos como un mantra mientras recorremos sin Google Maps callejuelas y placitas para dejarnos embaucar por esa Córdoba lenta, eterna… de paredes blancas y macetas de flores coloridas, que guardamos en nuestros recuerdos de infancia.
El verano no es el momento de ‘flanearla’. Las altas temperaturas impiden hacer vida en la calle. Pero en otoño ese ‘sosiego’ se vuelve más respirable, más real, más palpable. Y con los versos de De Miguel como brújula sentimos que vamos ‘releyendo’ esos códigos invisibles que teje cualquier ciudad.
Solo que en esta, donde romanos, árabes y judíos dejaron profunda huella en la arquitectura, la gastronomía y los rituales, esos flashaszos se cazan mejor si callejeas sin rumbo. Hazlo, eso sí, después de visitar la Mezquita, el Alcázar y la Medina Azahara de esa Córdoba para principiantes. Ay, Córdoba en otoño.
Para pasear, vagabundear e inspirarse, a nosotros se nos antoja la ciudad perfecta, de dimensiones humanas. No encontrarás aeropuertos ni metro que te lleve hasta al centro; aunque sí la opción de ir caminando desde la estación hasta la plaza de las Tendillas, el centro comercial de la ciudad, a solo un kilómetro.
Y el casco histórico es de tales dimensiones que únicamente querrás salir de él para disfrutar de las últimas propuestas culinarias abiertas lejos de los costosos alquileres del casco antiguo.
Desde la estación de tren hasta nuestro hotel hemos llegado haciendo un ejercicio: tomarle el pulso vital a la ciudad. Alrededor de las calles colindantes a la bulliciosa plaza de las Tendillas –donde nos alojaremos en el H10 Palacio de Colomera, un antiguo palacete restaurado– los comercios, las terrazas y las tabernas están repletas de gente.
Nosotros no nos hemos podido resistir a detenernos en una de ellas, ni a tomar un delicioso helado de choco-negro y dulce de leche en la heladería La Flor de Levante.
Nuestra visita, según nos informan al llegar al hotel, coincide con el Festival Flora, que crea instalaciones orales de artistas internacionales por todos los rincones.
El patio –que en Córdoba es carta de presentación– del H10 Palacio de Colomera presume de una pequeña alberca para refrescarse que, aunque poco profunda, cumple sobradamente su función. Rodeada de tumbonas, a ella se accede a través de un atrio bañado de luz natural donde se sirven los desayunos.
Pero ninguno de los espacios hace sombra a la terraza, desde la que no perder detalle de la plaza de las Tendillas al caer el sol. La escultura de un joven desnudo sentado sobre el ave fénix en el edificio de enfrente nos tiene embelesados. E incluso puede verse el perfil de la gran Mezquita mientras tomamos un cóctel y picamos algo.
Cuando salimos y entramos por la Judería, las calles estrechas, las plazas, las iglesias, las edificaciones históricas… nos parece que están sembradas de juegos de luces y sombras, de colores y detalles que van despertando aquellos recuerdos de cuando éramos niños.
Descubrimos que estos lugares tienen cerca o en su interior un patio-santuario colorido, donde pararse, callar, escuchar y mirar de nuevo.
Bajo la luz rotunda de Córdoba, y antes de que el reloj de la guitarra flamenca de la plaza de las Tendillas marque la hora de los vinos, en otro de esos días de ser –sin más– paseantes, ponemos rumbo al castizo barrio de Santa Marina, el de los toreros.
En la plaza del Conde de Priego una escultura recuerda a uno de sus más ilustres vecinos, Manolete, que aún sigue vivo en los retratos de las tabernas, de corte taurino y tapas gloriosas. Santa Marina también es el hogar de uno de los patios de vecinos más laureados de Córdoba, el del número 6 de la calle Marroquíes. Eso sí, visitable solo en primavera durante el Festival de Patios.
Nuestra sed de belleza florida pudimos apagarla en el patio Trueque Cuatro –el centro de interpretación de los patios, abierto permanentemente– y, sobre todo, en el cercano Palacio de Viana. Esta enorme casa solariega del siglo XVI, con sus doce patios-santuario y su enorme jardín, ejemplifica esa concepción del patio como estado de ánimo como ningún otro lugar.
Cada rincón –que te conduce al siguiente– te causa un efecto totalmente distinto. Eso es porque responden a diferentes épocas y al gusto de sus propietarios –varias familias nobles han vivido en esta casa palacio a lo largo del tiempo–.
Y en cada patio hay aromas y formas florales diversas que cuentan diferentes historias. Fieles a nuestra filosofía de ‘sin prisas ni planes’, observamos cómo algunos visitantes se regalan tiempo de lectura en alguna de sus esquinas sombreadas o, sencillamente, permanecen junto a alguna de las fuentes mientras, de allá a lo lejos, llega el tañir de las campanas.
Seguir la pista de las antiguas mezquitas convertidas en pequeñas iglesias, es otra forma interesante de pasear la ciudad: las once iglesias medievales mandadas construir por Fernando III el Santo sobre mezquitas, entre el siglo XIII y principios del XIV, conforman una ruta que recorre varios barrios.
Cuando abandonamos el Palacio de Viana era la hora del vino. Tabernas no nos faltaban en el camino. En ellas se despliega una cocina de tapas bien elaboradas con productos de calidad. Pero nos apetecía una experiencia culinaria diferente –más allá del salmorejo y el flamenquín, que adoramos–.
A través de la calle Rejas de Don Gome, desde donde se pueden ver los patios del palacio tras las rejas, y cruzando la plaza de las Beatillas, a cinco minutos nos encontramos uno de esos locales revelación tras la pandemia: A Mortero 3. Con solo dos mesas ha revolucionado la forma de entender la cocina en la ciudad. Su menú degustación –que no puede consultarse porque es sorpresa– cambia cada día.
Esta apuesta por lo diferente, sumada al bagaje culinario de su chef, Lorenzo Rodríguez, ha servido para posicionarlo en el mapa gastronómico cordobés en tiempo récord.
Él es uno de tantos a quienes la situación actual ha devuelto a sus orígenes y que, una vez aquí, ha decidido romper moldes en una ciudad que se suele volcar con los conceptos clásicos. Solo hay zumos naturales y una cuidada selección de vinos. Un buen punto de partida para dejarse seducir por la cocina mestiza de Lorenzo.