Los alunizajes literarios antes del Apolo XI

Antes de la NASA, de Houston y de la verdadera 'Guerra de las Galaxias', la literatura ya había conquistado el deseado satélite. 

Desde que los seres humanos saben que la Luna es un astro similar a la Tierra -y en la antigua Grecia ya se sabía, aunque luego se olvidara durante la Edad Media- han soñado con la posibilidad de visitar nuestro satélite, y esta fantasía ha dejado una huella más o menos profunda en numerosas obras literarias. Un tema que parecía inagotable y que, sin embargo, hace cincuenta años la historia dejó atrás, al expulsarlo definitivamente del fascinante género de los viajes imaginarios cuando la misión Apolo 11 lo convirtió en un viaje real.

Las narraciones que fantasean sobre un posible -o imposible- viaje a la Luna pueden dividirse en dos grandes grupos; o, mejor dicho, uno grande y otro pequeño. El primero es el de los viajes poéticos o alegóricos, sin ninguna pretensión de realismo, en los que la Luna es un escenario mágico o simbólico; y el segundo, el de los relatos que, de manera más o menos verosímil, describen la llegada a la Luna real, al satélite rocoso que orbita la Tierra, no a la diosa plateada de poemas y leyendas.

El pionero de los viajes literarios a la Luna es Luciano de Samosata, en cuya Historia verdadera, escrita en el siglo II de nuestra era, algunos han visto un precursor de la ciencia ficción. Pero el libro de Luciano, uno de los más grandes escritores satíricos de todos los tiempos, es más bien un precedente de la gran tradición los viajes imaginarios paródicos, que tienen en Jonathan Swift, Samuel Butler, Voltaire y Cyrano de Bergerac sus máximos representantes.

Y precisamente de Cyrano es uno de los más memorables viajes satíricos a nuestro satélite. En su Historia Cómica de los Estados e Imperios de la Luna, el famoso poeta espadachín utiliza a los selenitas y su desconcertante cultura como contrapunto para subrayar las contradicciones e hipocresías de la moral al uso. Al igual que algunos humoristas actuales, Cyrano recurre a la sátira y la fantasía para exponer ideas que en un tratado “serio” habrían provocado un enérgico rechazo institucional.

Pero, volviendo a Luciano, en su Historia verdadera el autor narra en primera persona su viaje a la Luna en un barco arrastrado por una potentísima tromba de agua. Allí conoce a unos selenitas que pueden quitarse y ponerse los ojos a voluntad, que tejen sus vestidos con metal hilado y beben zumo de aire; y donde son los hombres los que paren. Menos conocido es su Icaromenipo, otro paródico viaje a la Luna, esta vez protagonizado por el filósofo Menipo de Gadara, que vuela del monte Olimpo a la Luna con un ala de águila y otra de buitre, y que, al igual que Ícaro, acaba sufriendo el castigo de los dioses por su osadía.

Pero los viajes fantásticos a nuestro satélite no siempre tienen un tono satírico, pues a menudo prevalece su condición de inspiradora de los poetas y símbolo de pureza. Dante, en la Divina Comedia, encuentra en la Luna una especie de limbo en el que las almas son como imágenes reflejadas en aguas cristalinas. Y en el Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, Astolfo, uno de los paladines de Carlomagno, vuela a lomos de un hipogrifo hasta la Luna, donde se encuentran las mentes de los que han perdido la razón (de acuerdo con la tradición que asocia la Luna con la locura, origen del término “lunático”).

Si se sale del ámbito de la poesía para ir al de las narraciones que describen el viaje a la Luna de una forma más o menos realista, sin apelar a la magia o a seres fabulosos y sin convertir nuestro satélite en un escenario alegórico, dos nombres destacan claramente entre todos los demás: Julio Verne y H. G. Wells.

En De la Tierra a la Luna, publicada en 1865, Verne dedica una auténtica oda a la revolución tecnológica del siglo XIX al describir la construcción de un gigantesco cañón de 300 metros capaz de lanzar un proyectil a la Luna. Proyectil que acabará albergando a tres intrépidos viajeros que, si bien no podrán pisar el satélite, lo circunvolarán de cerca antes de volver a la Tierra.

En Los primeros hombres en la Luna (1901), H. G. Wells sí permite que sus viajeros se posen en la superficie lunar, gracias a una rudimentaria astronave impulsada por la cavorita, un maravilloso material antigravitatorio inventado por el consabido científico excéntrico. En la Luna, los viajeros se encuentran con una civilización que habita grutas subterráneas y que, en la línea de Luciano de Samosata y de Cyrano, le sirve a Wells para criticar la sociedad de su tiempo.

En cierta ocasión le preguntaron a Verne qué opinaba de Wells y respondió: “Yo uso la ciencia, él inventa”.

Gracias a estas y otras novelas en las que la fantasía más audaz se funde con la anticipación tecnológica, Verne y Wells se disputan, junto con Mary Shelley y su inolvidable Frankenstein, el título de padres de la ciencia ficción. En cierta ocasión le preguntaron a Verne qué opinaba de Wells y respondió: “Yo uso la ciencia, él inventa”. Pero lo cierto es que ambos utilizaban la ciencia y ambos inventaban por igual (el cañón gigante de Verne no es menos fantástico que la cavorita de Wells). Para deleite de sus innumerables lectores, que se renuevan de generación en generación.

Fuente: viajes.nationalgeographic.com.es

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